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Gise

jueves, 9 de julio de 2009

María Carolina

Me pareció que era ella. Tras la vitrina noté su suave pelo negro acomodarse una y otra vez con esas dulces y cuidadas manos de finos anillos y manicura perfecta. Movía sus labios como una diosa. Apenas sonreía . Todo era perfecto en ella.

El arco de sus cejas. El frío azul de sus ojos que destellaban su indiferencia al mirar. La porción justa de su nariz. Sus prohibidos labios gruesos y húmedos. El armónico contorno de su rostro. Me paralizó su mirada. Tomé su mano y no pude pronunciar palabra. María Carolina recorrió mi rostro como quien examina un atefacto recién comprado. Dio su aprobación con una sonrisa y lentamente nos fuimos deslizando por un eterno pasillo que daba a un ascensor. Sonrió una o dos veces, preguntó mi nombre y me acarició el rostro con ternura. Era una mañana fría en Providencia. Los parquímetros golpeaban una y otra vez la caida de las monedas sobre su base. No había vuelta atrás, me miró y esa mirada cayó sobre mí como el más violento de los tsunami. El suave sonido de sus muñecas cubiertas de pulseras se confundió con el violento abrir de las puertas de ascensor. Tomó una llave y abrió con seguridad. Entramos en su departamento. Me ofreció champagne y dejó su tapado sobre un sillón blanco de cuero. Un vestido verde limón ajustado dejó en evidencia sus pequeños pechos de niña mujer sobre mi rostro incrédulo. Puso sus dedos dentro de la copa de champagne y los pasó sobre mis labios ya encendidos. Busqué los suyos con impaciencia, pero su rostro sólo me ofreció una mejilla. Corrió el vestido verde y un pezón fuerte y delicado floreció de su cuerpo. Lo mojó con champagne y bebí de él hasta saciarme. Entonces mi sexo a punto de estallar rozó su entrepierna y nos entregamos en un lento baile sobre la gruesa alfombra. El vestido verde salió fugazmente entre mis manos y descanso por fin bajo un fino sillón de lectura. Recorrí la curvatura de su espalda ansiosamente y llegué a la suave melena impenetrable. Recorrí cada rincón de su rostro, la tomé de la cintura y le besé el cuello lentamente. El dulce aroma de su piel me desencajó completamente. Se estiró sobre el sillón donde acomodó el tapado y con una voz pastosa me invitó a recorrerla. Con mis manos temblorosas quité el calzón blanco que aún la cubría y afloró su sexo rapado como néctar irresistible ante mi boca deseosa. Bebí de él hasta la locura, una y otra vez mi lengua recorrió aquellos parajes maravillosos que me ofrecían jugos cada vez más deliciosos. Tomé entonces sus manos con fuerza y dejé que aquellos bellos labios que se negaron a los míos, recorrieran ahora mi sexo erecto con firmeza. María Carolina y sus labios de miel sobre mi. María Carolina y su húmeda lengua abrazándose a mi deseoso miembro. La dulce mirada de su indiferencia me dejó extasiado. Apenas sentí el preservativo ajustado por sus manos expertas, la necesidad de poseerla se apoderó de mi. Retiré sus gruesos labios de mi sexo y me di tiempo para recorrer su cuerpo con mi lengua. El lóbulo de su oreja desnuda fue un dulce manjar, entonces me abracé a sus pechos casi imperceptibles, tan delicados y perfectos que quedaron marcados en mi piel como un sello real de princesa. Subió sobre mi lentamente y con aquellas manos coronadas de diamantes tomó mi pene y lo depositó en aquella dulce carne alojada entre sus piernas. Penetré su vientre suavemente durante un largo rato mientras mis manos intrusas recorrían su rostro. La suave melena negra rozó mi rostro infinitamente y María Carolina susurró algo en mi oído. No escuché nada más aquella noche. No escuché nada más por largo tiempo, sólo el susurro arrollador de aquella voz pastosa que me pedía ardientemente que dejara lo acordado sobre el tocador. Entonces supe que sería mía por siempre, aunque nunca más viera el resplandor de su rostro tras una vitrina, en una mañana fría de Providencia

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